Es bien sabido que existen muchas maneras de llorar. Varían no sólo en función de los motivos, la distancia del objeto que provoca el llanto o la forma en que se manifiesta. Las combinaciones son infinitas. De todas las formas que conozco, que no son muchas aunque tampoco son pocas, sino quizá las que conoce cualquier nostálgico promedio, decía que de todas las formas que conozco, la más dolorosa es en la que las lágrimas se resisten a brotar. El llanto sin lágrimas puede ser desgarrador. Llevo días con ese llanto atrapado. Hoy me he esforzado por hacer que las lágrimas corran, que se lleven todo lo que me duele. Pero se niegan. Llanto profundamente seco. Pongo esas canciones que nunca fallan, pero esta vez no funcionan. Quizá debería intentar una de esas pelis que me ponen mal. Pero no tengo la voluntad suficiente para encender el reproductor de DVD y esperar que lleguen esos momentos que tradicionalmente catalizan la catarsis. Intento, de cualquier modo, visualizar algunas de esas escenas en la pantalla de mi memoria. Tampoco funciona. Quizá hablar, dirán algunos. ¿Con quién? Nadie escucha. No es personal. No lo digo resentido ni con afán de reclamar. Es sólo que tres décadas y fracción me han enseñado que el lenguaje que hablo puede ser indescifrable incluso para los oídos mejor dispuestos, que de por sí son escasos. Miro por la ventana. Hace rato que empezó a llover. El cielo llora por uno. La metáfora es trillada, lo sé. Inconsciente del alcance de tantos lugares comunes, esa metáfora me acompañó largo tiempo en la adolescencia. Las manos se detienen. Oprimir estas teclas está resultando más pesado a cada minuto. Intentaré otro rato encontrar esas lágrimas escondidas. Si supieran cuánto se les requiere esta noche.
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